La masonería ha despertado curiosidad durante siglos. Rodeada de símbolos, rituales y cierta aura de misterio, esta organización —lejos de ser secreta, aunque sí discreta— se ha dedicado a un propósito sencillo pero profundo: el desarrollo personal y la construcción de una sociedad más justa y fraterna.
En esencia, la masonería reúne a personas que desean reflexionar, aprender y crecer. Sus miembros trabajan en “logias”, donde se fomenta el pensamiento crítico, la libertad de conciencia y el respeto por las diferencias. No se trata de creencias impuestas ni de ideologías rígidas: cada masón aporta su visión del mundo y encuentra un espacio para mejorar en lo moral, intelectual y social.
Las herramientas simbólicas —como la escuadra, el compás o la piedra en bruto— recuerdan que cada individuo es un proyecto en construcción. La meta es pulir el carácter, fortalecer los valores y actuar con mayor coherencia en la vida cotidiana.
Para muchos, la masonería es un punto de encuentro entre tradición y modernidad, un lugar donde la historia se combina con el deseo contemporáneo de comunidad y sentido.
En un mundo acelerado, detenernos a pensar quiénes somos y qué podemos aportar puede ser un acto revolucionario. Y esa, precisamente, es la invitación de la masonería.
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